Nostalgias de un pesebre

La Navidad Riojana es una fiesta familiar por excelencia, que se inicia en diciembre. No puedo olvidar esa ansiedad que producía durante mi niñez las vísperas de la gran fiesta, cuyas reminiscencias aún perduran y añoro continúen otras generaciones.

Escribe Poly Badoul – PUENTE ALADO


El ritual da inicio varios días antes y conlleva, casi sin excepción, la complicidad entre abuelas y nietos, sin que ello eximiera la participación del resto de la familia, con vecinos incluidos.

Por lo general, la abuela de la casa tiene en cuenta la fecha exacta para hacer germinar los trigos, que brotarán en latitas, platitos y ornarán con verde la representación del nacimiento.

El primer fin de semana de diciembre, se organizaba la aventura de ir al cerro para proveerse de ramas, piedras, alguna penquita, frutos y cualquier elemento colorido. La delegación comandada por pocos mayores, sumaba niños y adolescentes del barrio para que el acarreo de “material” fuera generoso. El acopio continuaba en la verdulería, en el almacén o en la tienda, de donde se obtenía algún cajón de fruta, cajas, arpillera y los bastidores de las piezas de tela.

El punto más excitante de la agitación llegaba la noche previa al 8 de diciembre. Desde temprano esperábamos el llamado para el armado de la obra de arte.

Primero se debía acomodar los muebles para dejar un espacio respetable, preferentemente en una esquina y cerca de la puerta de casa, facilitando su exhibición. Luego, las ramas de los arbustos sacrificados, apoyadas sobre el cajón, atadas con alambres, serían la columna vertebral de la serranía indispensable de nuestro imaginario navideño montañés. Parte del equipo estaba en el patio martillando y zarandeando ladrillo para el pigmento casero.

En la cocina, se preparaba una olla con el engrudo de harina y agua, otros iban cortando y cosiendo las bolsas de arpillera para construir una tela considerablemente grande. Finalizada y ajustada la estructura, se revestía de arpillera, que, con aguja colchonera y piolín, iba aferrándose a las ramas. Mágicamente comenzaba a aparecer la silueta de una montaña rugosa y empinada.

La abuela dirigía y emprolijaba cada detalle.

El ángulo recto del rincón desaparecía para transformarse en una serranía con picos y quebradas, en cuyo centro iría la choza. Era el momento del jolgorio, se mezclaba el polvo de ladrillo con el engrudo y se revestía con este emplasto, cada parte de la arpillera humedecida. Luego, con pequeñas horquetas, paja y palitos, se armaba el rancho. No faltaba algún tío que ubicara en el lugar más seguro, la prolongación y el foco, que alumbraba desde atrás.

La magia del nacimiento se concentraba cuando la abuela nos hacía hurgar la parte más alta del ropero. Una mezcla de olor a madera y naftalina, perfumaba cajas tipo de bombones, con tapas estampadas de flores, donde estaban las imágenes primorosamente envueltas. En una caja más grande, un lienzo con letras impresas de harina 0000, el arbolito y en cajas con divisiones de cartón, las pelotitas coloridas y brillantes de vidrio delgadísimo para el arbolito.

Todo un día de esfuerzo culminaba con los ojos brillosos de los autores y espectadores de la obra, que éramos frente a él, en una suerte de auditorio hipnotizado. Las montañas riojanas coloradas, con algunos pequeños chaguares y pencas, tenían sus picos nevados y una gran estrella, brillante, con cola de cometa. Su base envolvía el quincho algo desproporcionado, donde se ubicaban María, José y el niño tapado con un pañuelito de laterales bordados al crochet.

A un costado, el burro, y el espacio para los reyes Magos, que aguardaban en alguna caja. Más hacia el frente, cabritas, ovejas y vacas, rodeaban una laguna, hecha de un espejo enmarcado en arena; al lado de una vega de alto pastizal, representado por los brotes de trigo, algún corral, tinajas, ovejas y pastorcitos.

Otros animales colgaban de los escabrosos precipicios de arpillera y engrudo que, al orearse, tenía la textura perfecta de la piedra. A modo de límite, un cerco de piedras medianas, para que todos supiéramos dónde terminaba nuestro paso.

¡Esta maqueta, con animalitos y figuras muy antiguas, otras más nuevas, de tamaños desproporcionados –a veces- porque eran un rejunte de muchos años, llegaba a emocionarnos tanto!  Porque en nuestra imaginación infantil todo tomaba vida y entraba en movimiento: María y José, conversaban, las cabritas pastaban en los cerros, las vacas rumiaban en los pastizales de trigo y la estrella brillaba tornasolada, esperando a los Magos de Oriente.

Los días sucesivos, mantenían la expectativa a flor de piel. Villancicos, pacotas, cantores y hasta canastas de fruto para “robar” cuando se recibía las habituales visitas.

Llegaba el mágico día, cuando al momento del brindis navideño, alguno se ausentaba presuroso de la mesa, a destapar la imagen de Jesús: El niño Dios había vuelto a nacer.


Sábado 06 de Enero de 2019