El jueves 15 de junio de 2017, en la Legislatura Provincial se sucedieron hechos de extrema gravedad institucional, cuando de manera irregular y poco clara se suspendieron las atribuciones administrativas del titular del Poder Legislativo. Al parecer sus consecuencias y repercusión no afectaron a la opinión pública, más allá de un par de solicitadas (Consejo Profesional de Abogados y CGT) y voces que la mayoría de la prensa se ocupó de tapar y/o relativizar.

De manera similar, este año 2018, se impidió a un diputado provincial elegido en elecciones normales y legítimas, tomar posesión de su banca.

¿Será que a los ciudadanos comunes no nos interesa la “suerte política” del vicegobernador y del diputado, o será que no nos sentimos representados por los dóciles legisladores que supimos conseguir?

Escribe Camilo Matta – PUENTE ALADO


A esta altura de la nota, los lectores se preguntarán que tiene que ver el título de este artículo con nuestra cultura, y yo contesto que estos hechos y desmanes son causados por nuestra manera de hacer las cosas; en este caso “cultura política” pero cultura al fin.

Voy al diccionario y encuentro definiciones para la palabra representante: “que representa//comediante//persona que representa a una corporación//en algunos países, Diputado”. Como tengo más preguntas, sigo buscando y el diccionario define la palabra representar: “sustituir a alguien//ser imagen de una cosa o imitarla a la perfección//recitar o ejecutar un drama en público”.

Cada vez estoy más perplejo ante las posibilidades de interpretación, y por lo tanto de acción, de estas dos palabras que hemos naturalizado, pero que abren la puerta a otras preguntas; cuando votamos a nuestros representantes ¿qué elegimos? ¿a alguien que representa a una corporación, al que representa nuestras convicciones políticas porque supuestamente pertenece al mismo partido que nosotros, o a un “comediante” que recita y ejecuta un drama en público?

La de cal, el hecho positivo, es que periódicamente los ciudadanos tenemos la posibilidad mediante el voto, de expresar nuestra voluntad de ungir a un grupo de ciudadanos “comunes” para que nos representen y gobiernen, es decir “sean imagen de una cosa o la imiten a la perfección”.

La de harina es que, salvo honrosas excepciones, estos “ciudadanos comunes” no tienen sueldos comunes, ni casas ni autos comunes, ni jubilaciones comunes y ni siquiera intereses comunes a nosotros.

Lamentablemente en vez de que nuestros representantes sean el reflejo de sus electores, nosotros los electores, terminamos siendo el reflejo de los elegidos, acatando sus caprichos, obedeciendo sus arbitrariedades y lo que es peor, nos hemos transformado en los indignos que por un sueldo, permitimos y aceptamos que ellos se queden con las ganancias y nosotros con las pérdidas.

Estos hechos y desmanes son causados por nuestra manera de hacer las cosas; por nuestra “cultura política”, pero cultura al fin.