Cuando era chico escuchaba historias de Brujas. Ellas siempre eran malas.
Los sacerdotes eran los que las identificaban y (a veces) las cazaban, siempre eran los buenos.
Esas ideas cambiaron y el cine viene a colaborar con esos cambios. 


Todas brujas

Jóvenes acusadas de ser brujas. Perseguidas. Maltratadas y obligadas a “confesar” sus rituales de eso trata Akellarre (Pablo Agüero, 2020). 

La película se desarrolla en el país Vasco a principios del siglo XVII en un pueblo donde los varones viajan en barcos pesqueros y se ausentan durante mucho tiempo de sus hogares. 

Un importante Juez es enviado al pueblo exclusivamente para juzgar a un grupo de jóvenes acusados de ser brujas y de organizar rituales satánicos. El hombre parece tener claro el veredicto y solo va en busca de una pequeña señal que confirme sus sospechas. 

Las jóvenes, informadas de que los jueces vienen con la misión de quemar a las brujas, empiezan a planear una forma de escapar. Y encuentran en la complacencia de las insólitas creencias de los hombres a cargo del juicio su única alternativa de huida.

Ana (una fabulosa Amaia Aberasturi) lidera a las jóvenes para empezar a complacer la curiosidad del juez que tiene el afán de dejar por escrito una investigación que revele los secretos rituales de las brujas. 

Ana inventa rituales, distorsiona canciones tradicionales de su pueblo, imagina anécdotas sexuales en voz alta. Utiliza toda su inteligencia, su belleza y su imaginación para manipular al juez y ganar tiempo “los pescadores siempre vuelven con las mareas de luna llena”. Ellos podrán salvarlas. 

El film de Agüero es puramente singular. Se nutre de relatos, leyendas y cuentos antiguos para representar una situación actual. 

Quizá haya un contraste exagerado entre la fortaleza, inteligencia y bravura con las que dota a sus personajes femeninos (especialmente Ana) y lo ridiculizados que se ven sus personajes masculinos. Pero esto es evidentemente intencional. 

Varones que acusan de magias oscuras o pactos demoníacos toda virtud femenina, desde la subjetividad de la belleza hasta la arrolladora inteligencia pasando por la libertad de cantar bailar o coger. 

Hombres que le temen a la libertades de esas mujeres o a perder los privilegios que ostentan a partir de la supresión de esas libertades (valga la redundancia).

Visualmente la película también es apabullante hay cientos de encuadres que parecen cuadros, colores cautivadores, contrastes fascinantes entre las oscuridades grises de los calabozos, los tonos naranjas del fuego que encienden las noches; y los revitalizados colores de la naturaleza toda vez que Ana recuerda sus divertidos bailes y travesuras en el bosque. 

Por momentos todo parece de terror y en algunos otros instantes la huida parece posible. La fuerza y la alegría de Ana parecen inquebrantables, el descubrimiento de su belleza y los lugares a donde eso puede conducirla son un misterio incluso para ella. 

Subyacen la organización femenina, la rebeldía y la fortaleza para enfrentarse a un sistema que las oprime. Aún con todas las de perder, luchan con las armas que encuentran. 

Akelarre es más actual que el noticiero de mañana, no importa cuando leas esto. 

Los brujos

El club (Pablo Larrain, 2015) se hace demasiado densa, por momentos, muy difícil de tolerar. Al final todo es una confusión y… ¿Cómo decir que me gustó una película que sufrí tanto?

Hace tiempo que un film no me dejaba tan consternado y confundido como este. El club se desarrolla en algún pequeño pueblito de Chile donde la iglesia tiene recluidos a un grupo de cuatro “curitas” (como se hacen llamar) criminales. Más que castigados los sacerdotes parecen estar ocultos. Protegidos para no ser juzgados en juicios comunes por sus crímenes aberrantes (violaciones, robo de niños o colaboraciones con las dictaduras militares).

La llegada de un quinto cura que pierde la vida el mismo día que llega a la casa de “el club”  altera la tranquilidad de esa casa. Eso motiva una investigación. No por parte de la policía, por supuesto. Sino por parte de un enviado de la iglesia que parece llegar para intentar poner las cosas en orden y empezar a limpiar el nombre de la institución religiosa ofreciendo a estos criminales para ser juzgados como corresponde. 

La película está toda enrarecida tanto desde lo narrativo como desde lo visual donde la propuesta excede todo lo convencional. Teñida constantemente por una especie de niebla, encuadres con algún grado de deformación (propios de una goPro, por ejemplo), primerísimos primeros planos incómodos y algunas tomas que parecen más bien de un cine documental. 

Por momentos parece que la película intentara humanizar a estos personajes. O no. Mejor dicho solo pretende correrse de la condena absoluta de ellos. Aunque lo escabroso de todo lo acontecido, los métodos y la corrupción terminan hundiendo a la iglesia sin ningún reparo, parece ser lo único que no se negocia.

Pero todos y cada uno de los personajes son ambiguos y también casi todos son muy difíciles de digerir, incluso Sandokan, una víctima de la iglesia. 

En “El club” el poder, la manipulación y la corrupción le dejan el camino libre a la prevalencia de la maldad sin ningún precio que pagar. 

Todo esto dibuja un mundo muy oscuro. Casi como en una película de terror. De hecho el clima que domina permanente al film es la consternación, el miedo y cierta confusión de la que Larrain es totalmente consciente e incluso culpable.
Él solo nos representa un mundo, quizá muy cercano al real, con algunas contradicciones, tal vez, para que las conclusiones sean todas nuestras. 

Yo aun no pude sacudirme de esa confusión, ni mucho menos del miedo a esos seres cargados de tanta maldad. Lo único que este texto me va dejando claro es que el film del autor chileno merece ser visto al menos una vez.