Debajo de toda enfermedad, siempre descansa un caldo de cultivo hecho de palabras esperando el momento justo para hacer ebullición.


Por Martín Alanís*

Lo que importaba era un nombre. El 3 de marzo se confirmó el primer caso de coronavirus en Argentina. El 12 de marzo el Gobierno Nacional estableció la emergencia sanitaria por un año a partir de que la Organización Mundial de la Salud declarara como pandemia al COVID-19. El 20, entró en vigencia el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio en todo el país; a fin de mes, un domingo 29, el Gobierno de La Rioja confirmó su primer caso en la provincia: el gobernador Ricardo Quintela dio a conocer la noticia a través de su cuenta de Twitter: “Nos comunicaron recientemente del instituto Malbrán que dio positivo el estudio de COVID-19 a una paciente de sexo femenino, de 52 años”.

Sin embargo, no bastó ni el sexo, ni la edad de la persona diagnosticada. En las redes sociales y algunos medios empezaron a pedir un nombre, el nombre. Y con la búsqueda de ese nombre, se pasó por alto el derecho de confidencialidad de la paciente; ponerle un nombre y un apellido, y por ende, una cara visible al primer caso oficial en la provincia, significaba también que teníamos por fin a quien señalar. Debajo de toda enfermedad, siempre descansa un caldo de cultivo hecho de palabras esperando el momento justo para hacer ebullición. No importaba mucho cómo estaba de salud esa persona, sino quién era, dónde vivía. 

En su ensayo “La enfermedad y sus metáforas. El SIDA y sus metáforas” (1988), la escritora estadounidense Susan Sontag habla justamente de cómo a partir de la aparición de diferentes enfermedades nacieron adjetivaciones que romantizaban o cargaban con un peso punitivo a quienes vivían con ellas: la tuberculosis fue considerada en su momento “una enfermedad de la pobreza y las privaciones; de vestimentas ralas, cuerpos flacos, habitaciones frías, mala higiene y comida insuficiente”, el cáncer la enfermedad postmoderna “de clase media, que asociamos con la opulencia, con el exceso”, el VIH significaba (¿o aun significa en el imaginario social?) “ponerse en evidencia como miembro de algún ‘grupo de riesgo’, de una comunidad de parias.”

En cuanto al coronavirus, la periodista argentina Leila Guerriero levantó la mano con respecto a las palabras que fueron cobrando protagonismo en torno a esta pandemia. En una entrevista del ciclo El mejor periodismo está por venir, organizado por FES Comunicación, la Fundación Gabo y Altaïr Magazine, Guerriero dijo: “Me llama la atención el campo semántico que se empezó a desarrollar en torno al contagiado, el estigma. El contagiado ‘es un irresponsable, es un sospechoso. Hay que aislarlo, confinarlo’. El campo semántico que se desarrolla en torno al contagiado es tremebundo”.

Ahora en La Rioja, por ejemplo, los casos de coronavirus van aumentando de manera progresiva, mientras que el mosquito del dengue y otras enfermedades no dejaron de acentuar el gran problema en torno a cómo seguimos nombrando las cosas; el debate que nos debemos es cómo construimos un campo semántico que no oprima, que no castigue, que no señale, que no hostigue, que no penalice.

Siempre se habla y se escribe sobre un terreno minado: basta un adjetivo o un sustantivo en falso para hacer sentir mal a quien está transitando una enfermedad o vive con ella de manera crónica. Se establece de manera implícita una línea divisora entre “los sanos y los enfermos”: los primeros miran desde afuera cómo los segundos se infectan, como si fueran cuerpos ajenos a su realidad, y cuando se ven amenazados, no dudan en apuntar con el dedo.

A la semana de conocerse el primer caso de coronavirus en La Rioja, empezó la caza de brujas en la provincia: la doctora Claudia Salguero fue una de las primeras damnificadas por dar positivo en COVID-19. En la madrugada del 7 de abril, la familia de la jefa de Terapia Intensiva del hospital Vera Barros, se topó con la siguiente escena: incendiaron su auto, y dejaron sobre el parabrisas del vehículo un cartel que decía: “Ratas infestadas. Vayanse (sic)”.

Es difícil medirse en épocas de escraches digitales, viralizados y televisados: todos caemos en las trampas de la lengua y del lenguaje. “Las metáforas militares contribuyen a estigmatizar ciertas enfermedades, y por ende, a quienes están enfermos”, sostiene Sontag en su ensayo: así como una persona no gana una batalla ante una enfermedad, tampoco se vence ante ella: detrás de cada persona que muere, hay una vida y una familia; una pérdida irreparable que no se reduce a un número, ni a una estadística diaria.

Pienso habrá que revisar desde qué lugar hablamos y escribimos cuando nos referimos a una enfermedad: escuchar qué dicen los médicos es un primer paso, darle un lugar en los medios a los periodistas científicos es otro. Nada bueno ni sano puede nacer del miedo o de la culpa; hay palabras que simulan ser inofensivas pero que en nombre del bien común construyen un sentido peligroso.-

 

* Comunicador social y colaborador en diferentes medios digitales. Twitter: @CMartinAlanis – Instagram: @CMartinAlanis.