Hace muchos años, la revista francesa Lire, realizó una encuesta entre escritores europeos, para elegir el mejor comienzo de una novela que cada uno había leído. Por escaso margen, la mayoría eligió: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” (“Cien años de soledad de Gabriel García Márquez). Seguramente cada uno de nosotros atesora su comienzo favorito, porque como dice Soriano, son esas primeras líneas las que definen un relato.

Escribe Gustavo Contreras Bazán


Y al igual de lo que sucede con la literatura, podemos hacerlo extensivo al cine, con lo que sucede en los primeros minutos de una película y que deben servir para conquistar al espectador (ejemplos abundan: “Manhattan” -de Woody Allen-, “Sueños de Arizona” –de Emir Kusturika-, “Trainspotting”, “La ventana indiscreta”) y la lista también puede ser interminable.

En el campo de la gestión cultural, existe una condición similar, y tiene que ver con la manera en la que se nombran algunas cosas. Es decir aquellas propuestas que un museo, un centro cultural, los propios artistas (en una muestra, un espectáculo –de danza, teatral), o se trate de actividades organizada por alguna institución sea del ámbito cultural o no.

El nombre de las cosas, como marca de identidad, es aquello que nos designa, nos significa, y resulta fundamental desde el momento de pensarlo hasta que finalmente lo decidimos. Porque debe tratarse de una síntesis, de un anticipo, apenas un rasgo que contenga lo que el proyecto global propone.

Por ello es muy común que a aquellas que tienen que ver con ofertas artísticas en general, se apele al fácil y común recurso de agregarle “arte” a cualquier palabra: encontrarte – expresarte y el listado de ejemplos puede ser interminable. Hay otras en cambio que brindan otras pistas al incluir la actividad como parte del nombre: “ciclo de cine”, “festival de poesia”, donde hasta su inclusión resulta imprescindible para clarificar a los posibles asistentes y brindar la mayor información posible.

Pero en otros casos, es la propia palabra “cultura” la que aparece como parte de la invitación. Y desde allí pueden generarse algunos malos entendidos que pueden hasta hacer que la respuesta del público no sea la esperada.

Cuando elegimos el nombre para un hijo, para una mascota, el sencillo nombre de un negocio o hasta la forma en la que llamamos a ciertos lugares de nuestra propia casa (tarea para el hogar: leer “El rincón blanco” de Hernán Casciari), estamos entregando en esa forma de llamar, una parte de nosotros mismos. El lenguaje nos atraviesa a lo largo de toda la vida y llega a la nuestra incluso antes de la educación formal, cuando aprendemos a balbucear nuestras primeras palabras en la intimidad de nuestros hogares.

¿Por qué entonces descuidamos o tratamos con trivialidad y lo dejamos “hasta último momento”, la decisión de elegir el nombre de aquello que con tanto esfuerzo pensamos, proyectamos, organizamos, presupuestamos…? Ese aparente sencillo acto de llamar a las cosas, a los objetos, a las personas, las definen, le otorgan entidad. Prueba de ello la cantidad de apodos o sobrenombres, algunos muy inteligentemente puestos Lo mismo debe pasar con las propuestas que se brindan desde el campo de lo cultural –donde además cuesta mucho esfuerzo y tiempo conseguir los recursos para concretarlos- donde el modo de titularlo, debe ser un guiño de seducción, para que le genere curiosidad a la mayor cantidad de personas posibles y asistan.

Aunque resulte obvio, en todo lo que se propone desde lo cultural, debe estar claro y ser el resultado de un acuerdo el concepto desde el que se parte: si desde aquel tradicional que asociaba a “lo cultural con calidad de culto y pensado para unos pocos” (y creanmé que siguen abundando muchos de estos ejemplos), o la visión antropológica que nos brinda una mirada más amplia y contenedora de todas las actividades que realizan las personas y sus comunidades.

Generalmente se “deja” el nombre como una tarea para el final del diseño de un proyecto. Y generalmente se elige uno a las apuradas y que en la mayoría de los casos no refleja la intencionalidad de los que realizan la propuesta (sean estos, actores particulares o institucionales). Como ya se señalara el nombre debe ser la marca de identidad de la propuesta y sintetizar en muy pocas palabras, apenas una frase, lo nodal del proyecto.

Asi como en muchas regiones el “envasado en origen”, asocia al producto con el territorio en donde se produce, con nuestra idea debiera ocurrir lo mismo para que se convierta en lo que quede en la memoria y sea recordada durante mucho tiempo. Para ello usemos la inteligencia, la metáfora, la sutileza y miles de recursos que pueden encontrarse fácilmente. Ejemplos abundan: la manera en que se determina el nombre de un programa de radio, una película, una novela y tantos nombres que cada uno debe estar recordando en este preciso momento.

Refiriéndose a la literatura, el recordado Osvaldo Soriano nos dice que “el autor está siempre solo, como su libro, esperando que alguien decida abrirlo para ver si vale la pena robar horas al sueño, con algo tan absurdo y pretencioso como una página llena de palabras”. En este caso, los asistentes a nuestras propuestas, deben concurrir atraídos, además de la información de la prensa, o por la invitación que les hacemos llegar, concurren atraídos por el nombre. Hagamos que esas horas o minutos que “nos regalan” de su tiempo, les valga la pena y nos recuerden con gratitud a través del tiempo.

La Rioja, 28 de abril de 2018