No serán los mejores “recorridos lectores”, no serán los mejores autores ni los mejores libros…pero fueron los míos. Los que me formaron como lectora, dicho de una manera fría y de manual, o mejor, los que me hicieron…ellos, todos, me hicieron. Y mientras a uno las cosas lo van haciendo, alrededor pasan cosas  que casi siempre pasan desapercibidas.


Cuando descubrí a Julio Verne vivía en una casa rodeada de plantas, árboles frutales, pasto prolijo, verde y ligustrina de un lado y un baldío del otro.

Del lado del baldío estaba lo mejor, porque veía el horizonte (que se parecía al mar de las 20.000 leguas) y se veía la salida de la luna. El chico que me gustaba en esa época se llamaba Hugo.

Cuando leía Shunko, María y Platero y Yo, viajaba en un tren infinito, que unía ciudades oscuras con las otras, las iluminadas…

Cuando leía a Corin Tellado, ya me había enamorado del jazmín que crecía en la pared del baldío y era la mezcla ideal para las historias de amor. La Luna y el perfume de los jazmines.

Cuando llegó Pablo Neruda, todo fue un gran dolor…y fue justo cuando Amstrong llegó a la Luna, y los 20 poemas de amor fueron de verdad una canción desesperada.

El chico que me gustaba en esa época se llamaba Miguel.

Para todos esos días, tuve mi primer perro que se llamaba Ringo. Él supo de mis primeras lágrimas literarias. Porque siempre fui dramática…

En las radios sonaban Sandro, Leonardo Favio… Pero con mi hermana escuchábamos a un Serrat que recién aparecía, a Creedence y a Joan Báez… y a Raphael.

Leía en una cama pequeña, de una plaza, de madera clara.

Leía tirada en el pasto.

Leía en los trenes y en los subtes.

Vivía en la calle Italia, casi como un anuncio de esta latereenroma de los correos electrónicos…

Un año, casi de repente, cambió mi paisaje de árboles y baldío. Llegué a La Rioja. En diciembre. Todo olía a menta y a jarilla. La Luna parecía que se caía en mi patio de tan cerca que estaba.

A  este paisaje, a sus siestas de 40 grados, llegó García Márquez. Y fue soberbio ese Macondo húmedo que me alejaba de una Rioja de infiernos. Los Aurelianos me encandilaron entonces…

Por esos días, Ringo se murió.

Y comencé a leer con ganas los cuentos de mi mamá.

Llegué a Stephen King en un arrebato de espantos propios y ajenos. Necesitaba que el horror de los otros suplantara mis propios infiernos.

Extrañamente, el chico que ya no me gustaba pero lo había cambiado todo, se llamaba Miguel Hugo.

Por esos días, Bartolo era mi perro.

El paisaje seguía siendo La Rioja, pero René Barjavel y Bradbury se metían con sus mundos cada tarde y me arrebataban los bordes de cierta calle que a pesar de todo, se llamaba Esperanza.

Junto a un perro llamado Matute (el perroamordemivida) llegó un árbol llamado Juancho y, bajo su sombra, no podía desprenderme de Rulfo, de Abelardo Castillo, de Gabo… y Mujica Láinez con Bomarzo me nombraban el universo que se extendía más allá de la Santa Rita del patio de esos días…

La música que sonaba, casi de manera insistente en ese patio, era la de Andrea Bocelli. Calamaro entraba de manera insistente…pero Sabina los desplazó sin piedad… Eso era POESÍA.

Y La poesía, ya lo estaba ganando todo…

Lejos de ese patio de Juanchos y Matutes, llegó tímidamente Hernán Casciari…con su Tarántula. Y el amor a primera vista sigue intacto.

Y después apareció Mairal…ay Mairal y su durazno y su Hoy temprano y su Coger en castellano.

Y Fabián Casas…buscando a su madre en el olor de los vestidos…y ese Boedo suyo que se mete debajo de mis uñas.

Y Cortázar, Gelman, Venturini, Pablo Ramos, Sharon Olds, Enríquez, Paoletti, Moyano, Idea Villarino, Carver, Stig Dajerman, Huidobro, la Piñeiro… y la lista, así desprolija, sería tan extensa como imposible.

Para estos días ya no hubo chico, ni árbol ni perros.

Nunca más tuve un baldío perfumado por jazmines ni viví en la calle Esperanza.

Tengo un horizonte azul de cerros, un pájaro también azul y un pez de hojalata.

Los libros me sacaron de cualquier lugar. Me llevaron a otros.

Me hicieron y me deshicieron.

Los dejé.

Los seguiré dejando.