No soy periodista de cine, ni mucho menos un crítico (profesión que me genera alta estima). Me identifico, simplemente, como un espectador entusiasta con muchas ganas de compartir lo que veo y opino. Intento hacer de esta columna un diario de mis ideas o sentires más recientes relacionados con el cine (o las series). Hoy, un trío de películas (muy diversas entre sí) que me acompañaron en días felices.


Mi consumo cinéfilo viene muy deteriorado en estas últimas semanas, pero al mismo tiempo me siento cargado de cine. Hay fuertes tentaciones por contar aquí varios de los lindos días vividos durante las recientes vacaciones y esta primera mitad de agosto (pero seguramente a pocos les importe).  De alguna manera, cuando me lleno de felicidad las películas vienen a mi mente: escenas, gestos, personajes o fotogramas me invaden y hacen que viva de otra manera películas recientes u otras que tengo tiempo sin ver. 

Apenas ayer pasó otro “Día de la niñez”, uno (afortunadamente) con muchas mayores libertades que el de aquel imperdonable 2020. Desde hace tiempo, y probablemente para siempre, el día de la niñez me hace pensar en la placita del barrio (obra cumbre); y la placita del barrio me recuerda a la entrañable Ikiru (Akira Kurosawa, 1952). 

En Ikiru, Kanji Watanabe es un burócrata amargado, estricto y sumiso. Siempre en los límites de lo establecido. Una enfermedad terminal lo “obliga” a encontrarle un sentido a su vida o su trabajo. Ese impulso lo pone en la necesidad de gestionar la creación de un parque en una zona postergada de su ciudad, pedido que venía siendo desatendido por toda la burocracia municipal, enviando a los demandantes de oficina en oficina sin jamás obtener respuesta. Cuántas veces no sufrimos paseos por oficinas similares sin soluciones a lo requerido, parece que las cosas no cambiaron mucho del Japón de los ‘50s a la Argentina de los ‘00s.

El personaje de Watanabe nunca se deshace de su sumisión, jamás intenta sortear pasos, no pretende prioridad, y en ningún caso pone su enfermedad como excusa o motivo de ventaja (de hecho todos desconocen su estado de salud). Simplemente insiste con trabajo y esfuerzo de manera conmovedora, allí donde muchos renuncian él continúa empujando por un fin altruista.

Hay una serie interminable de matices y virtudes en el film de Kurosawa (uno de los grandes Maestros del cine, en una de sus trabajos más adorables) que lo convierten en una de esas películas que todos deberían ver. El pulso magnífico para llenar de críticas políticas  una trama notablemente emotiva. El impecable trabajo de Takashi Shimura para componer a Kanji Watanabe. Una fotografía envidiable y unas ganas de mejorar el mundo que se contagian cada vez que veo la película.

Hubo unos días muy tristes durante el 2020, donde no había escuela, ni parques, ni niños jugando en las veredas. Recuerdo que me acusaban de irresponsable por sacar a mi hija a andar en bicicleta. En esos días Don Saurral, un vecino con mejor salud que Kanji Watanabe pero con las mismas ganas de cambiar el mundo desde su lugar, empezó limpiando un terreno, luego armando jueguitos para los niños.
Su energía contagió a los vecinos que pronto juntaron plata para más juegos y rápidamente se armó la placita que nos salvó durante la cuarentena.

Hubo luego, diferentes colaboradores, pero la plaza sigue siendo el fruto del trabajo inagotable y desinteresado de Don Saurral. Visitamos mucho esa placita que nos queda a escasos pasos y hace pocos días mis hijas fueron a jugar allí con sus abuelos por primera vez.
Cada vez que estoy ahí pienso en Ikiru y en la sonrisa de Watanabe. Incluso una vez soñé a Kanji mecerse en las hamacas de Don Saurral. 

 

La hora del sensei

Yo crecí mirando películas. Fue algo que disfruté desde siempre, quizá sin demasiada conciencia hasta que alguien me enseñó a “admirar”.
El profe Ayarra nos pasaba películas de Hitchcock, Fellini o Kurosawa, los viernes a las 8 de la mañana. Empecé por odiarlo y terminé por admirarlo. Había una pasión inconmensurable en él y muchas ganas de transmitirnos algo (o todo) ese sentimiento desbordado por las películas. 

En muchas conversaciones sobre cine me vuelve su recuerdo. Él me sacó del cine de TNT PLATINUM y me mostró una diversidad de películas que desconocía.  Me animó a sumergirme en el cine mudo u otras películas a las que probablemente no hubiese llegado sin su insistencia. 

Y no es que reniegue de las películas que había visto antes, ni que valore mucho más a las que llegué luego. Si, recuerdo que hubo un momento en el que pensé que no había tiempo que perder, que solo debía ver películas “buenas” pero aun sigo pensando cuál sería la fórmula para saber si una película me va a gustar o no. 

Navegar en la historia del cine me enseñó a tener mayor aprecio por todo lo que me gusta(ba) o valorar películas que pueden parecer menores. Como Marley y yo (David Frankel, 2009) que también estuvo dando vueltas en mi cabeza en estos días.


No se puede pasar por alto un film que muestra con tanta precisión, elocuencia y gracia las dificultades de una familia: la paternidad, la maternidad, las renuncias para progresar, las postergaciones con la posibilidad de que sean cancelaciones. Y al mismo tiempo el amor, la ternura, la paciencia, el compañerismo y volver a pelear por los sueños aunque sea para darse cuenta que ese lugar anhelado ya no es la cumbre de la felicidad deseada.  

Y ese mismo paseo por la historia quizá te haga re enjuiciar alguna película que amaste con fuerza. Espero no confundir, no es que haya una fórmula para la excelencia o la adoración.
En una clase de Roger Koza (una de las personas que más admiro en el mundo del cine) lo escuche decir algo así como: “el gusto es fruto de nuestros consumos” y eso hace que ciertos descubrimientos modifiquen nuestros gustos. 

Algo parecido fue lo que dijo Llinas cuando le preguntaron si había perdido el agrado por Spielberg “Si, antes me gustaba. Pero antes también me gustaba Carozo y Narizota”. 

“Marley y yo” también habla de eso. De los cambios, de crecer, y de cómo podemos encontrarnos con cosas que no sabíamos que podíamos amar, incluso más que aquello que siempre deseamos y fuimos postergando.
Usando una mascota como vehículo, la película de Frankel habla de las dificultades de la vida común con más dicha que muchos films celebrados en festivales. 

Hay un último film que estuvo muy cerca mío en estos días, Christmas in July (Preston Sturges, 1940) que es, como dice Fernando Peña, “alegría sin fin”. En la película de Sturges un joven oficinista (Jimmy) participa de un concurso publicitario y es premiado equivocadamente con una enorme cantidad de dinero.

A partir de esa equivocación la vida de Jimmy empieza a cambiar, no solo en lo económico sino también en lo laboral. Ahora sus jefes ven con otros ojos las capacidades del joven que fue seleccionado en un concurso entre miles de participantes. 

Hay una fibra extraordinaria en la película del gran Sturges, un mundo de altruismo y desapego material que parece muy lejano pero al mismo tiempo, posible.
Otra vez los que menos tienen y más luchan están bañados de integridad, honestidad y valentía. Y los poderosos son vanos oportunistas aunque en esta ocasión parecen abrir un poco el corazón, sin soltar los billetes.
La película es una sonrisa de principio a fin. 

Probablemente esta sea la nota más cursi que haya escrito por aquí. Pero sepan entender que una serie de visitas postergadas a causa de la pandemia me llenaron de magia en estos días.
Ojalá el cine, los libros, la música o lo que sea que amen los invada con recuerdos en sus momentos más felices como me pasa a mi.  

Por aquí pueden descargar tanto Ikiru como Christmas in July.