A veces, ese sentido que uno intenta otorgarle a la muerte no nace desde adentro, sino que viene desde afuera: mírenme, aquí estoy yo con más de 30 años, elaborando el duelo de mis padres leyendo Harry Potter y las Reliquias de la Muerte y mirando WandaVision.


No tienen por qué saberlo, pero hace 5 meses perdí a mi papá. No lo perdí en el sentido literal de la palaba; decir “perder” es una manera de resguardarme en uno de los tantos eufemismos que tenemos para evitar nombrar la muerte. Después de casi un año sin vernos por la pandemia (él vivía en La Rioja, yo en Buenos Aires), pude viajar y encontrarme con él tres veces. Tengo contados esos encuentros: cuando fue a verme mientras hacía la cuarentena pos viaje, cuando fuimos a almorzar junto a mi hermana un domingo, cuando vino a casa para que le pase en Word un ensayo que había escrito sobre Joaquín Víctor González. Eso fue un martes 8 de diciembre. El miércoles lo llamé por teléfono para leerle algo que había escrito; de paso quedamos para almorzar el sábado de esa misma semana. Al día siguiente, el jueves 10 de diciembre del 2020, lo encontré muerto en su casa. Papá murió de un paro cardio respiratorio y a partir de ese jueves negro ya no hubo más planes, ni llamados, ni encuentros, ni hijo, necesito que me pases esto en la compu, ni hijo, vamos a tomar un café a Brigido a la mañana.

Tampoco tienen por qué saber esto: en octubre del 2018, hace dos años, también perdí a mi madre. O sea, que en menos de dos años, mi hermana María y yo nos quedamos huérfanos. Cuando mi mamá murió, recurrí a la literatura: devoré libros que retrataban la muerte de una manera tan singular como universal. Al fin y al cabo, la muerte es sumamente democratizadora: nos toca a todos verla de frente, pero cada caso particular es un nudo de sentimientos contradictorios. Desde que mamá entró a la unidad de terapia intensiva, los pronósticos nunca fueron favorables: tenía la mitad del corazón infartado. Era muy difícil que saliera de la clínica con vida. No era pesimista, pero recibir el parte médico a diario me ayudó a mantener los pies sobre la tierra. Como me veía venir este escenario de inevitable pérdida, empecé a releer por enésima vez La ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero. Después de 47 días internada, mamá murió en su día, el día de la madre: un 21 de octubre del 2018.

Para trabajar mi duelo personal, lo que hice fue leer. La lista de libros fue corta, pero me aseguré de que fuese lo más contundente posible. Durante ese tiempo leí Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett, Todo nos sale bien de Julia Cora, La peor parte de Fernando Savater, El libro de las cosas perdidas de John Connolly, Mi libro enterrado de Mauro Libertella. También fui pispiando en mi biblioteca fragmentos de libros sobre duelo que ya había leído: Paula de Isabel Allende, El año del pensamiento mágico y Noches azules de Joan Didion, La muerte del padre de Karl Ove Knausgård, La invención de la soledad de Paul Auster.

Que quede claro esto: no quería libros de autoayuda que me indicaran cuáles eran los pasos que tenía que seguir para hacer un duelo de la manera más prolija posible. Todo lo contrario: quería meter mi cabeza en las fauces abiertas del dolor ajeno.

No soy una persona que tome distancia de la muerte, sino todo lo contrario: me enfrento a ella cara a cara de la mejor manera que puedo: leyendo, escribiendo, mirando series y películas.

Tampoco podría decir que hay una búsqueda de empatizar con lo que le sucede a los otros: el duelo, en sí, es un proceso egoísta: cada uno lo vive de la manera que puede, con los recursos intelectuales y emocionales que tiene a mano. A veces se llora más, a veces se llora menos. Nadie puede, por más que intente, ponerse en lugar de quien pierde a otra persona: yo no tengo un hijo que sufría esquizofrenia y se tiró por la ventana como lo tuvo Piedad Bonnett, ni una hija con porfiria como Isabel Allende. No. Yo tenía dos padres y los dos se me murieron de las formas más terrenales -aunque no menos dolorosas- que uno se pueda imaginar: mamá en la cama de un hospital, papá sentado en una silla en su casa.

Es curioso cómo cada persona decide elaborar su propio duelo. Hay algo que yo sí evito: anidar en el dolor y permitirle a la angustia que me enferme, morirme con el recuerdo de los que ya no están. No me lo permito. Sé que ellos, mis padres, no me lo hubiesen permitido. Como ya conté previamente, hago todo lo contrario: pongo en movimiento los ojos y los dedos. Veo series a mansalva, trato de ir al cine, leo, leo, leo y también, como lo hago ahora, escribo. Escribo para dotar de un significado esas muertes, para darles un sentido.

«WandaVision» (Disney+)

A veces, ese sentido que uno intenta otorgarle a la muerte no nace desde adentro, sino que viene desde afuera: mírenme, aquí estoy yo con más de 30 años, elaborando el duelo de mis padres leyendo Harry Potter y las Reliquias de la Muerte y mirando WandaVision.

El antropólogo y escritor argentino Néstor García Canclini definía a los consumos culturales como “el conjunto de procesos de apropiación y usos de productos en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio, o donde al menos estos últimos se configuran subordinados a la dimensión simbólica”. Bueno, el valor simbólico de mis consumos culturales adquirió contornos especialmente elásticos después de la muerte de mis padres. El cine, la TV, la literatura pasaron de ser meros consumos culturales para convertirse en los espejos donde busco en el dolor ajeno fragmentos de mi propio dolor.

Una amiga muy querida, Agustina M., me dijo que yo era “muy de cerrar ciclos”. Es verdad: me gustan las cosas prolijas, los puntos finales, los cuentos esféricos, la contundencia de un texto. A las pocas semanas de que murió papá, decidí que era hora de retomar dos consumos culturales que había dejado en pausa: empecé a ver de cero nuevamente The Big Bang Theory, la sitcom de científicos de 12 temporadas, y decidí por fin animarme a leer el último tomo de Harry Potter. El primer libro que tengo de Harry Potter me lo regaló mi viejo. En el 2014, mi mamá me compró de nuevo el segundo tomo (se me había perdido) y me escribió una dedicatoria que prometo va a cobrar sentido al final de este párrafo: “Hijo, siempre en algún momento de tu vida, quieres volver a ser adolescente”.

«Harry Potter y las Reliquias de la Muerte» (Warner Bros. Pictures)

Leer de un tirón Harry Potter y las Reliquias de la Muerte fue una manera -tan extraña como mágica- no solamente de ponerle fin a la saga del joven mago, sino también poder encontrar en este último tomo a un Potter que se enfrenta a la mismísima personificación de la muerte: Lord Voldemort.

Por otro lado, también me puse a ver WandaVision, la serie de Disney+ que sigue la vida de Wanda y Vision en Westville. Salvo X-Men, juro que antes no tenía ningún interés por las películas de superhéroes, solo llevaba a mi sobrino al cine para que vea  Iron Man o Capitán América. Ahora no solamente lo busco a él, sino también a mis otras sobrinas, Pili y Vale, para que me refresquen la memoria cuando me pierdo un poco en el universo cinematográfico de Marvel. Me fanaticé como un adolescente con las películas de superhéroes: debe ser que todo el tiempo busco que sus relatos me salven. De WandaVision se escribieron ensayos hermosos como “Wandavision: un aleph de referencias pop” (Werner Pertot, Anfibia), “We live in the world of WandaVision” (Stephanie Burt, The New Yorker) o “Tristeza, esperanza, amor, TV y filosofía” (H. R. Aquino Cruz, Filosofía Millenial) donde se reflexiona, entre otras cosas, sobre cómo una serie de una bruja y un sintezoide también sirve no solamente para reflexionar sobre la narrativa de nuestros personajes favoritos, sino también para repensar nuestro propio dolor. Spoiler alert: A medida que se va desarrollando la serie, WandaVision nos muestra cómo Wanda había secuestrado un pueblo entero y había creado un mundo irreal donde su Vision todavía seguía vivo. Es una serie, sí, de superhéroes. Pero también es una serie que nos habla de la muerte, de los recuerdos y de cómo gestionamos el dolor.

“¿Qué es el duelo sino el amor que persiste?”, le preguntará Vision a Wanda casi al final de la serie. “¿Duele morir?”, le preguntará Harry Potter a su padrino Sirius Black, quién le responde muy tranquilamente desde la muerte: “Es como quedarte dormido”. Qué sería de mi duelo sin todos estos consumos culturales que le dan sentido a la muerte de mis padres, me pregunto yo. Estas series y estos libros recrean mi experiencia en relatos fantásticos y en clave de ficción, relatos mediados por los mordiscos de la vida. Sin estos consumos culturales, sin estos magos o superhéroes, la realidad hubiese sido más dura y más amarga de lo que ya es. Pero no… Son los libros y las pantallas los escenarios donde elijo edificar mi propio dolor, los que me hacen levantarme cada día y decir: Ok, siguiente capítulo.