Viajamos hasta Aimogasta, Departamento Arauco, a visitar a un grupo de hombres y mujeres que llevan la vidala en la sangre. En esta nota exclusiva, nos refugiamos en la intimidad del patio de una casa, en el interior del interior, para conocer una tradición de raíz.

Escribe Patricia Espeche – PUENTE ALADO                                             28/02/16


Llegamos al mediodía. Nos esperaba esa cordialidad que bien conoce la gente de tierra adentro. El portal de la pachamama a la vista, anunciaba un ritual.

Compartimos una comida (asado, cazuela, y un postre fresquito elaborado con patay). Luego llegó el momento de hablar, de recordar… de abrir el corazón.

Llevan años cantando. Las vidaleras más antiguas lo hacen desde hace más de 45 años.

Bajo la denominación de “Los Coyuyos” y “Florcita de Albahaca” profesan coplas transmitidas de generación en generación. Hoy, los ocupa la tarea de continuar enseñando esta práctica a las nuevas generaciones.

Alrededor de 12 personas integran el grupo de vidaleros, aunque en Aimogasta aún hay muchos más. “Algunos historiadores dicen que el departamento Arauco es uno de los últimos reductos donde se conserva la forma de cantar del aborigen”, remarca Pablo Mirizio, vidalero y “hacedor” de cajas.

Hay cierta intimidad en el canto de la vidala. “Es una costumbre que quedó desde la época de la conquista, cuando los religiosos prohibían a los aborígenes cantar. Entonces se escondían en su casa a practicar este arte”, nos cuenta.

“Con suerte, la práctica sobrevivió. Muchos estudiosos han visto con interés el por qué perduró sin ser escrito”, plantea don Mirizio. Lo cierto es que se va transmitiendo de generación en generación. Cantaron los bisabuelos, los abuelos, los padres y los hijos… y seguirán los nietos…

Algunos de sus referentes fueron Santos Quintero, Juan García, Juan Díaz, el “Gordo” Chumbita. “A ellos los escuchábamos cantar. Nos escondíamos para verlos cuando éramos chicos”, recuerda Enrique Ríos.

“Se hacían grandes reuniones en la casa de don Santos para el tiempo del carnaval. La gente llegaba a caballo, sumaban más de 50 vidaleros con sus cajas. A veces estábamos tres días adentro de la casa”, agrega Alberto Geréz.

Los relatos siguen y conmueven.

Rubén Romero, recuerda: “Éramos niños y andábamos entreverados con gente grande que a veces nos corría. Escuchábamos un tambor y lo seguíamos”.

Las mujeres vidaleras también tienen un rol preponderante en este grupo. “Nos damos cuenta que a la gente le gusta escucharnos”, reflexiona Liliana Quinteros.

Y mientras estamos ahí, el paso de las horas acercaban a los vecinos y amigos. Llegan para escuchar, para acompañar y participar de los rituales de febrero.

Cae la tarde entre coplas, bailes y topamientos. Se hace la hora de volver… no sin antes grabar en la memoria un pedacito de tradición que se conserva resisitiendo el tiempo y el espacio.

Pablo Mirizio, “hacedor” de cajas

La primera caja sonora que se encontró estaba en el valle calchaquí, Santa María. Estaba hecha de cerámica, atada con lana de guanaco y cuero de vicuña.

“Me dedico a este arte porque mi padre era carpintero, ebanista. Como no teníamos qué comer de chicos, solíamos hacer los aros para vender a los changos que fabricaban sus propias cajas para vidalear”.

Y ahora se dedica a hacer las cajas para los amigos. “De chico, hice una promesa que todavía la vengo cumpliendo: desde que tengo 12 años prometí hacer las cajas a mis amigos y no cobrarles. Para mi este arte no tiene precio, entonces no puedo cobrarles”.

Entre otras cosas, Pablo nos explica cómo fabrica los instrumentos.

La tapa de la caja se hace con cuero crudo. La chirlera se hace con plumas o canutos de gavilán, “pero hoy se suele hacer con hilo también”.

Maderas nobles como algarrobo, nogal, retama y olivo pueden ser materia prima para los aros de las cajas. Aunque la madera del sauce es la más fácil de doblar y la que más se usa.

Los cueros se consiguen fácilmente en la zona. “Cabrito, liebre, venado, chancho del monte, panza de burro, suri… uno va probando el sonido de cada uno y cada cuero tiene su virtud”, detalla.

Sin duda alguna, aunque fabrica cajas desde pequeño, sigue siendo un desafío para él: “Cada vez que armo una caja yo refriego mis manos en la tierra y le encomiendo a la luna y a la pachamama, que me den la fuerza necesaria para poder hacerla y que ellas le den el sonido que les gusta”.

 

Edición de video Sergio González – PUENTE ALADO