Un frágil cuerpo se desplaza con dificultad frente a la cámara. Ojos vulnerables que reflejan inequívocamente la tristeza de un hombre roto. Las fragilidades son distintas y el modo de enfrentarse a los problemas, también. Pero a lo lejos siento que hay cosas en común entre Cry Macho y Otra Ronda: Hombres frágiles (emocional o físicamente), salen de su monotonía con el afán de encontrar algo más allá.


El cuerpo que habla

La emoción está presente incluso antes del primer fotograma, es probable que Cry Macho (Clint Eastwood, 2021) sea la última película de uno de los maestros del cine. Ya en los primeros minutos son notables las dificultades físicas del querido Clint en su más reciente acto heroico: dirigir y protagonizar una película con más de 90 años de edad.

Eastwood interpreta a Mike Milo un anciano, que supo ser una estrella del rodeo, en el ocaso de su vida. Hay una carga potente en el pasado de Mike: un accidente que lo aleja de su profesión, la trágica pérdida de su familia, alcoholismo y adicciones. Pero Eastwood no parece interesado en el pasado del personaje, sino en los aprendizajes de esos momentos. Difíciles.

A pedido de Howard, un antipático (ex) patrón con quien el protagonista se siente en deuda, Mike debe viajar al rescate de Rafael (hijo de Howard) que vive con su madre en México y que por diversas razones (que al final no serán las más nobles) el patrón necesita recuperar. 

La madre de Rafo es una poderosa mujer, rodeada de matones, y aparentemente involucrada en actos criminales. Mike no es Harry Callahan, ni el macho de “Por un puñado de dólares”. O quizá sí lo sea.

Un héroe de acción en el ocaso de su vida, dentro y fuera de la pantalla con las dificultades (físicas) y virtudes (experiencias) de la vejez. No sabré nunca si esas decisiones son conscientes, pero  las conclusiones me son inevitables.
Entonces Eastwood fue Callahan pero ahora es Milo, donde antes había gallardía, hoy hay inteligencia; donde se necesitaba fuerza, solo hace falta paciencia. Esos son algunos de los recursos que utiliza el buen Clint para hablar de la sobrevaloración del machismo. 

Tras rescatar a Rafo de una vida desdichada. Mike y el joven se ocultan en un diminuto pueblo cerca de la frontera. En esa secuencia es donde la película se hace más grande. 

Y como en aquella adorable Le Havre (Aki Kaurismäki, 2011), casi todos los habitantes del pueblo ayudan a los fugitivos ante la insistente búsqueda de uno de los matones encargado de recuperar al joven Rafo. Casi sin saber de qué están huyendo, pero percibiendo que están en peligro y con la seguridad de que el joven y el anciano son los buenos, todos los pueblerinos toman partido en la disputa del joven, aunque algunos de ellos puedan resultar perjudicados por su decisión.  

Si bien es cierto que hay registros actorales, por momentos, muy duros (incluso cercanos a una telenovela mexicana) que podrían desviar la atención, la ostensible calidad de Eastwood para narrar hace que uno pueda obviar esos momentos. El maestro filma con una suficiencia, simplicidad y belleza que está reservada solo para los grandes.

Hay detalles poderosos en los gestos de sus personajes, en la manera silenciosa y discreta de construir el amor, en un baile precioso e inolvidable con “Sabor a mi” que emociona mucho más si uno se entrega a la película. 

No es que yo no entienda, no vea o evada los problemas de la película pero disminuir este film a sus errores sin destacar sus virtudes es un acto de insensibilidad y desamor con el cine.

Hay cosas que quizá excedan las intenciones del film, que en principio trae una reflexión algo obvia, de un macho de vieja escuela que viene a contarnos lo que aprendió y lo que entendió. Eastwood en ese cuerpo deteriorado es una imagen muy potente e insisto en que es inevitable pensar en sus personajes más icónicos y contraponerlos con el de hoy.

La de Eastwood parece una película despedida con un mensaje de amor sin inocencia. Con la certeza de que el mundo puede ser hostil pero con fe en que siempre habrá que encontrar ese lugar donde uno puede ser feliz. Un relato que nos enseña, pero que nunca se olvida que está haciendo cine y a esta altura Eastwood (que sabe tantas cosas) tiene que saber que él es una parte importante del cine.  

 

De repente, el paraíso

“No hay que arrepentirse de nada” me han repetido varias veces y es una de esas frases que siempre pongo en juicio. Porque tener en cuenta los motivos que llevaron a esa decisión (probablemente) equivocada no debería en ningún caso quitarnos la posibilidad del arrepentimiento. Otra cosa es no poder avanzar a causa de esos arrepentimientos y quizá ese sea el problema de Martin (Mads Mikkelsen en estado de gracia), el deprimido personaje de Otra Ronda (Thomas Vitenberg, 2020).

No hay arrepentimiento. Pero aparentemente, si, un enorme vacío a causa de algunas renuncias y postergaciones que llevaron a Martin al lugar donde está. Un cuarentón apático, que no encuentra estímulos en su vida actual. Ni en el trabajo, ni en la familia.

Por distintas razones tres de sus colegas (profesores) y amigos, transitan similares desmotivaciones en sus vidas y algunas otras dificultades. Y en una conversación casual uno de ellos sugiere como solución el consumo permanente de alcohol. Basados en los dichos de un pensador noruego que sugiere que con niveles de alcohol en sangre de 0,5 los seres humanos podrían disfrutar más de sus vidas, los cuatro amigos deciden iniciar una especie de experimento.

Todos ellos deben mantener el nivel de alcohol indicado por Skårderud, desde el desayuno hasta las 8 de la noche.

A partir de allí Vitenberg intenta superar el drama inicial para ubicarse en lugares más cercanos a la comedia. Imaginando los efectos positivos de niveles controlados de alcohol durante todo el día.
El consumo es en principio muy positivo. Los personajes tienen mayor creatividad, desinhibición y son mucho más perspicaces.  

La película se posiciona en un lugar de algarabía como ese momento por el que transitan sus personajes, disfrutando sus momentos y encontrando la plenitud en ese estado de gracia que les provee el alcohol.
La amistad se fortalece, el desempeño en sus trabajos mejora y el goce de sus profesiones aumenta. Pero más allá de eso sus vidas personales siguen afectadas. 

La relación de Martin con Anika (su pareja) lleva un largo tiempo deteriorada. El cambio de actitud de Martin también le da fuerzas para intentar recuperar la relación.
Pero en esos momentos en los que las cosas empezaban a marchar mejor, también en el hogar, los excesos del experimento hacen lo suyo. Y un Martin aun borracho se enfrenta con una verdad evidente pero intolerable que termina quebrando la relación de una manera poco feliz.

Lo que pretendía ser un estudio trae consecuencias inesperadas para los protagonistas que al principio del experimento parecían haber encontrado el modo de llevar una vida plena. Los excesos de alcohol, los descuidos de sus responsabilidades y los juicios sociales y familiares que empiezan a aparecer y sumados al miedo a caer en una adicción se ven obligados a renunciar. 

Vintemberg no acaba de tomar una postura, simplemente parece un partícipe más de ese experimento. Si bien se preocupa por mostrar los efectos adversos del consumo excesivo de alcohol, también se divierte e incluso endiosa el consumo moderado con cierta audacia, porque no elige profesiones menores para sus personajes sino que los pone en un lugar extremadamente delicado, como es la docencia, y hace que su desempeño con los estímulos sea evidentemente superior.  

El final es probablemente lo más innecesario aunque no por eso menos feliz. Y que Martin  encuentre el valor en sí mismo para enfrentar el mayor dolor que lo aqueja, es otra gran alegría.